Historia del fuego

Quiero contarte una historia. Me interesa saber qué piensas sobre ella. A ver qué te parece…

Todo comenzó hace mucho tiempo. La tribu vivía confortablemente desde que se asentó en aquella cueva. Era estrecha, y no demasiado húmeda. El viento no se colaba hacia sus profundidades como en la anterior, y tampoco era demasiado vistosa como para que otros quisieran luchar por ella.

Cuando el sol se ocultaba, todos se arrimaban unos a otros dejando, bajo las pieles que los aislaban del frío, una maraña de cuerpos, brazos y piernas en la que apenas podían distinguirse a unos de otros. El calor era generado y compartido por todos. Era como siempre había sido. El número de miembros de la tribu era así, no solo señal de tranquilidad para el grupo durante el día, sino además un signo inequívoco de calidad de vida durante la noche.

Algunas veces, cuando los cazadores se alejaban más de lo previsto en busca de sus presas y tenían que dormir fuera, se notaba su ausencia. Esos días se hacían más largos por la incertidumbre del peligro al que se enfrentaban, que siempre traían miedos y malos presagios, pero era en las noches donde se hacía patente su falta de calor, y se notaba la ausencia del abrigo de sus grandes cuerpos.

Quizás era por ese motivo por lo que las mujeres se afanaban en obtener frutos y semillas con los que pudieran completar las reservas de comida, y de ese modo retrasar la marcha de los cazadores, aunque ellas ya sabían que este tipo de comida no mantenía a los hombres tranquilos, y que incluso en las primaveras o veranos de abundancia, ellos sentían la necesidad de buscar esa caza que les reportaba esas carnes rojas y vísceras que tanto apreciaban.

No siempre resultaba complicado alcanzar las presas, y ningún día resultaba tan feliz como aquel en que, tras unas pocas horas, todos los cazadores volvían sanos y salvos y ocupaban la tarde comiendo y repartiendo los beneficios. Las risas brotaban de forma fácil, descontrolada, y la caída del sol les sorprendía con sonrisas dibujadas en sus caras, mientras los bostezos iban abriéndose paso y poco a poco reunía a todos en el calor de aquel nido al que consideraban su hogar.

Afortunadamente, ninguno de los miembros de la generación que nos ocupa tuvo nunca que luchar por ese hogar. Los más ancianos contaban la historia de cómo habían tenido que vencer a una gran osa para arrebatarle la cueva que ahora ellos ocupaban. Contaban, pero no porque lo hubieran visto, sino porque así se lo contaron a ellos, la fiereza de la madre de 3 oseznos, que defendió el lugar en el que los abrigaba, y contaban como luego se apiadaron de los pequeños osos hasta que la naturaleza los llamó a integrarse con ella, un par de primaveras después.

No mantenían una mala relación con las tribus vecinas. En ocasiones se visitaban para intercambiar algunos utensilios, e incluso algunos de ellos habían pasado tiempo conviviendo con ellas. Nada que ver con esas historias que habían aprendido de los peligros y violencia vividas por sus antepasados y que les motivó a emprender el largo viaje hasta su hogar. Su ubicación era un lugar de privilegio para la recolección, y la abundancia de caza les permitía mantener una buena cantidad de pieles y comida, sin que hubiera que llorar por muchos cazadores.

Solo los lobos, cuya presencia permanente se sentía en los sonidos nocturnos, y en los olores que asaltaban frecuentemente su tranquilidad, representaban realmente una amenaza a sus ancianos y niños, y los agrupaba cautamente cuando iban a beber y recoger agua. Los lobos, y los malos espíritus que de cuando en cuando se aferraban a alguno de ellos hasta que se dormía sin volver a despertar.

Pero no fue ninguno de esos días de felicidad, miedo o intercambio, el que marcó la historia que quiero contarte. Lo cierto es que fue un día anodino de verano, en el que, con la despensa suficientemente nutrida, muchos simplemente intentaban protegerse del sol que los adormilaba, mientras unos pocos se afanaban en tallar algunas puntas de flecha y hachas para reponer aquellas que habían perdido un par de días antes.

Me gustaría poder decirte el nombre de la persona que inició todo esto, pero lo cierto es que el tiempo ha borrado incluso ese nombre, y si lo piensas, verás que tampoco es tan importante. Lo cierto es que él estaba tallando una punta de flecha encima de unas pajas secas que había utilizado poco antes para dormir a mediodía amparado por la sombra de un pequeño árbol. El sol, al inclinarse y pegarle en la cara lo despertó, y tras unos minutos que utilizó en desperezarse, comenzó a tallar.

Las chispas que saltaban de las piedras al chocar, casi formaban parte del ritual del tallado, y cuando una de estas chispas alcanzó la paja y empezó a ennegrecerla al tiempo que se mantenía viva, ni siquiera se dio cuenta. Solo cuando sintió el calor junto a su pie y vio la llama que había brotado junto a él, saltó asustado hacia atrás mientras apenas atraía la atención de los pocos que mantenían los ojos abiertos, pero en esta ocasión, su curiosidad fue un poco más allá de su miedo, y no golpeo la llama con una rama, como muchos antes que él habían hecho en el pasado, sino que se quedó observándola crecer y extenderse por su lecho improvisado de paja.

Cogió algunas ramas secas que tenía alrededor y las acercó, cegado por esa curiosidad mientras el miedo casi le había abandonado. Una lengua de fuego se extendió por las ramas que soltó como respondiendo a un reflejo que nunca había sentido, pero se rió de si mismo y de su temor ante ese pequeño ser que bailaba a sus pies.

Aquellos que unos minutos antes se habían sonreído al verle saltar, empezaron a seguir la escena con curiosidad creciente, y él, sintiéndose el centro de sus miradas, quiso corresponder al interés buscando una nueva rama, esta vez de un tamaño mayor. Repitió lo que acababa de aprender y la acercó, pero inicialmente se decepcionó al ver que solo conseguía que se pintara de un color negro. Finalmente soltó la rama en el centro del fuego pero cuando las llamas comenzaron a alimentarse de aquel pequeño tronco, miró a su alrededor con aire triunfal, orgulloso de su pequeño animal.

Mantener el protagonismo adquirido fue aliciente suficiente para seguir experimentando, moviendo y alimentando aquella luz multicolor mientras el sol se iba ocultando poco a poco en el horizonte, y para cuando éste lanzó su último rayo por encima de la montaña, una gran hoguera ardía ya a la puerta de la cueva mientras todo el grupo la rodeaba, embargados por la curiosidad, el calor que se desprendía, y la luz que les iluminaba aun sin sol.

Aquella fue la primera vez que el grupo no reaccionó al sol que se ponía, y rompieron aquella tradición de bostezos y mentes aturdidas que los dirigían al nido en el que dormían.

Los comentarios fueron escasos y en voz baja pero la luna recorrió gran parte del cielo antes de que aquella luz se extinguiera, no ya por no saber mantenerla, sino porque el sueño les alcanzó mientras formaban un círculo alrededor suya.

Los siguientes días la excitación los recorría, y se afanaban durante horas en repetir cada día aquella hoguera. Todos, incluidas las mujeres que nunca habían tallado la piedra salvo para pequeñas labores, se concentraban en conseguir pequeñas lenguas de fuego para luego, alimentarlas. Incluso los más pequeños, al ver tanta agitación, hacían chocar piedras. En esos días, fueron depurando la técnica para conseguirlo y, aunque hubo algunos que nunca lo hicieron, no había noche en que no dispusieran de nuevo el círculo alrededor de las enormes llamaradas que brotaban del nuevo centro de la tribu.

Las noches, transformadas en espectáculo de luces chispeantes, fueron así invadidas por un grupo de hombres y mujeres, y las voces fueron haciéndose cada vez más audibles contra los solitarios aullidos que aunque se mantenían en el fondo de la noche, parecían sonar más lejanos que en días anteriores. El efecto hipnótico del fuego mantenía su poder dirigiendo la mayoría de sus miradas y haciéndolas bailar al ritmo de las suaves brisas de verano, roto de vez en cuando por la resina de los troncos que interrumpía la monotonía de su vaivén.

Las caras de la mañana, algo más soñolientas de lo normal, pero sonrientes reflejaban el sentir de todos ellos, aunque los niños se empeñaban en protestar por un cambio que, ni habían acogido con tanta sorpresa, ni parecía acabar de convencerles por sus frecuentes lloros y comportamientos excepcionalmente caprichosos.

La hoguera se convirtió rápidamente en el lugar donde se contaban las historias. La mayoría de ellas todos las conocían, pero resultaba reconfortaba a los atentos oyentes escucharlas mientras se calentaban y observaban el sinuoso movimiento de las llamas mientras que el narrador de las historias conseguía atraer la atención poniéndose en pie algo más cerca del centro. Una y otra vez repetían aquello que sus antepasados les habían transmitido, y solo de vez en cuando surgían nuevos relatos relativos a la última cacería, o simplemente cuestiones cotidianas con las que todos reían abiertamente.

El nido permaneció vacío desde entonces. Solo dos niñas jóvenes que pasaban gran parte del día juntas volvieron allí a dormir en esas noches. De alguna forma, sin que ninguna de ellas pudiera expresarlo con las palabras que conocían, echaban de menos el calor y tranquilidad que se transmitían mientras dormían bajo una de esas pieles, en la que ahora parecía una negra y oscura gruta. Era un calor que no se parecía al que recibían en el círculo, y del que se sentían especialmente necesitadas. El abrazo bajo la piel de un venado les hizo sonreír a ambas aunque no se vieron, y cerraron los ojos para dormir mientras sentían la falta del resto, pero sabiendo que teniéndose la una a la otra ahuyentarían las pesadillas que en días anteriores les habían invadido.

Esta es la historia. El principio al menos.

  • ¿Verdadera?. No lo se, pero me intriga porque a mí me la contó una voz que parecía haber sido entrenada durante siglos para que sus palabras se quedaran atrapadas en la memoria. Fue también junto al fuego, en mi casa de campo, una noche en que toda la familia nos quedamos dormidos junto a la chimenea.

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